sábado, febrero 25, 2006

Pared

A pesar de que son las entradas menos leídas, yo sigo dejando cuentitos, porque es lo que más me relaja =P, y al fin y al cabo, este blog es mío desgraciados! ^^
Un saludo
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Vivíamos cada cual de su lado. Ellos se llamaban Fernández, nosotros Martínez. Ellos tenían el pelo como enrulado, horriblemente rubio. Nosotros, en cambio, hermosas cabelleras negras y lacias. Ellos eran torpemente altos, siempre inclinándose para entrar por las puertas, siempre irguiéndose para mirar por encima de la pared, para ver lo que hacíamos. Nosotros en cambio, de estatura adecuada, no teníamos que inclinarnos y si la tentación de espiar nos asaltaba, daba igual, porque de todas formas no podíamos mirar por encima de la pared (excepto desde el segundo piso). Las diferencias siempre fueron innumerables, casi tantas que uno podría decir “ellos son de una especie, nosotros de otra”.

El tío Enrique era el que nos despertaba por las mañanas, él ponía el tocadiscos a todo volumen, nos sacudía las camas un poco haciendo marchar al escuadrón de termitas patonas, y finalmente abría las ventanas. Nos levantábamos de mala gana, aunque rápidamente llegaba el pensamiento de las tareas que teníamos que hacer aquel día. Juntar todos los clavos del patio, con diez de ellos armar un balde que tenga la capacidad de contenerlos a todos, luego llamarlo al primo Aurelio para que se los lance a los Fernández, cruzar los dedos para que le pegue a alguno, y luego continuar con la recuperación de las defensas rotas el día anterior. Preparar la comida, limpiar la casa, cuidar a los heridos y mantenerse a salvo eran cosas de todos los días, por lo tanto nunca nos motivaron para levantarnos.

El perico salió de no sé dónde. Un día estaba ahí, tenía una pluma y escribía en papel higiénico. Al principio le tirábamos con los zapatos, pero cesamos rápidamente, con los clavos en el suelo no se puede andar descalzos: Así lo atestigua Robertito, que perdió su calzado al lanzarlo por encima de la pared y al rato perdió la compostura al pisar un clavo con plena planta del pie. El bicho, el perico, a veces se nos quedaba mirando durante horas, con la pluma en una mano y el papel en la otra, aunque luego de un análisis nos dimos cuenta de que jamás escribía nada. El papel (a pesar de ser escaso) nunca se le terminaba. Así que dijimos: Podemos dejarlo en paz, si es un espía es uno muy malo.

Pasaron así los días con el perico que nos miraba impávido, nosotros tirando nuestros clavos, los Fernández tirando los suyos, a veces levantando un poco más la pared, hasta que poco a poco ganamos total cobertura, y ni ellos ni nosotros pudimos ya ver para el otro lado (ni siquiera desde el 2do piso). Y ahora Aurelio ya no podía tirar los clavos sólo con sus brazos, empezamos a desarrollar métodos sofisticados para el lanzamiento de los clavos, y métodos más resistentes para soportar las rociadas de los Fernández, ya que ahora sus clavos caían por algún motivo con más fuerza y potencia, perforando las simples protecciones de tergopol.

Todo se mantuvo tranquilo, hasta que el perico empezó a escribir. Escribió primero lo que pareció una palabra, y todos nos pusimos nerviosos, algunos se descalzaron y a pesar de las múltiples heridas que sufrían sus pies corrieron hasta el perico y le lanzaron los zapatos, pero obviamente el dolor no les dejó ajustar la puntería y fallaron. Luego escribió un poco más, unas pocas palabras, tal vez una simple frase, pero igualmente peligrosa… Guardó la pluma y el papel y alzó vuelo. Un sudor frío me empapó la espalda. Parecía que todo estaba perdido.

Formamos un escuadrón de recuperación que haría lo impensado: Cruzar la pared, capturar al perico (vivo o muerto) y recuperar el mensaje, si es posible, antes de que los Fernández lo estudien. Situaciones desesperadas requieren soluciones desesperadas. Estábamos ante un momento de todo o nada, y no podíamos ponernos a pensar en las contingencias de la vida. Aurelio iría para encargarse de cualquier problema violento que nos encontráramos, el tío Enrique vendría por si alguno se dormía, y luego estábamos el Paco, Josefo y tal vez Herodes.

Cruzar la pared fue más sencillo de lo que pensábamos. Salimos primero por la puerta nuestra que daba a la calle, luego caminamos por la vereda como quien va a comprar el pan (con la sutil diferencia de que doblamos para la derecha, y no para la izquierda) y luego, llegando frente a la puerta de su casa, nos detuvimos, siendo invadidos por un respeto silencioso, o tal vez un simple pánico momentáneo, de todas formas, recuperamos nuestra determinación, y abrimos la puerta… Como esperábamos, los muy tontos estaban demasiado confiados y no apostaron guardias en la entrada. Como con pies de lanas nos movimos por toda la casa, y salimos al patio, allí mismo vimos al perico, durmiendo sobre la rama de un limonero; no podíamos creer nuestra suerte: tenía el mensaje en la pata. Como era de esperarse, fue Aurelio quien sin dudarlo, dio un salto y le encajó un coscacho al bicho, que cayó inconsciente en el acto. Lo agarró, lo sacudió un poco: Cayeron pluma, papel y mensaje, todos juntos. El Paco los agarró, dimos la vuelta, y salimos corriendo, un gran problema porque Enrique acostumbrado a acompañar en su marcha a las termitas patonas dio pisotones a cada paso, despertando a los Fernández. Uno de ellos, grandote y de mirada fiera nos cortó el camino, Aurelio le metió un trompadón y pasamos saltándolo o esquivándolo. Fue al único que vimos, de los otros sólo escuchamos los gritos que venían de atrás, injuriando nuestras personas y las de nuestras madres. Por fin salimos de ese lugar infernal, doblamos a la izquierda y ya estuvimos en nuestra casa. Respirando agitados nos miramos unos a otros, serios, pensativos, y como es normal en este tipo de situaciones, entramos a reírnos con ganas.

El Paco sacó el mensaje, se lo pasó a Josefo que tenía un postgrado en lenguaje avícola, y este lo leyó en voz alta.
-Dice- carraspeó un poco, porque tanta acción le había dejado un nudo en la garganta y prosiguió –“¿Cuál es la diferencia?”
Miró el papel por atrás, por adelante, lo dio vuelta, tapó un par de letras con los dedos y cuando no supo qué más hacer nos miró. El buen ánimo de antes había desaparecido, y una sensación extraña nos invadía, y ninguno sabía bien por qué.






Este cuento nació de la frase:
“Y el perico se cayó al mar. Y mandó un telegrama que dice: ‘¿Cuál es la diferencia?’”
Haciendo una extrapolación de "mar" y de "cayó" y de "demás", se puede entender un poco la relación que tiene este cuento con esta frase xD..... Perdón =P






martes, febrero 14, 2006

No pise el césped, por favor

O su versión más popular “Prohibido pisar el césped” so pena de muerte (acotación que generalmente no es incluida, pero se sobre entiende). Es un mensaje que tal vez la mayoría de nuestros lectores preferiría ignorar antes de dar la vuelta consecuente que amerita recorrer los caminos preestipulados por las nobles ordenanzas municipales. Tal vez argumenten: “Yo en casa piso el césped y nunca pasó nada”, lo cual siguiendo la lógica del sentido común habilita al lector a pisar el césped de zonas públicas y/o privadas. Sin embargo esto no sería otra cosa que una tendencia retrógrada a nuestras viejas costumbres inductistas, obviando en el proceso un siglo de avances científicos y psicológicos (¿o era pcientíficos y sicológicos?), pues su análisis pseudo empírico deja de lado un sin fin de variantes y suelas. Es sabido que aquellos céspedes protegidos por la mencionada leyenda son susceptibles día a día a una innumerable cantidad diferentes de pies. A veces son zapatillas, a veces botines, otras tacones, en ocasiones sandalias u hojotas, hasta se ha llegado a notificar de salvajes que osan pisarlo descalzos, sin mencionar los animales: Y no sólo los más populares –perros, gatos, lulus-, sino también esos más ignorados, pero que posiblemente tengan tanta importancia (cuando no más) que los antes mencionados; hablamos ni más ni menos que de los conocidos hipopótamos con sus degenerados giros de ballet, los cocodrilos capaces de descargar cantidades ingentes de saladísimas lágrimas, o las avestruces (no mencionemos sus odiosos hábitos), los chimpancés, los dodos, los kiwis, los ciempiés (y sus desagradables primos los milpiés), las boas constrictoras (cabe mencionar que en una primera versión de este documento incluíamos las anacondas, pero gracias a un detallado informe de nuestros colaboradores, podemos decir, sin miedo al error, que las anacondas son incompatibles con el césped de plaza pública por su mortal alergia al mismo), y quién sabe cuánta alimaña más (tan dañinas para nuestro querido césped).

Es por todo esto que desde la noble institución que nos une como miembros fieles de la Municipalidad (nótese por favor la simplicidad con la que se enuncia “Municipalidad”, sin ningún tipo de adjetivo empalagoso, dejando en evidencia nuestra tan apreciada humildad) hace formal por escrito el recordatorio al pueblo argentino para que respete las normativas y cese el pisar los céspedes patrióticos.


Lo saluda atentamente: Su gobierno.
Que tenga un buen día, ciudadano.
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Quiero dejar en claro que este texto no tiene ningún tipo de afiliación política de ninguna clase. Su único propósito, como lo es el de todos mis escritos, es el de la Dominación De La Raza Humana Y Su Posterior Exterminación, acotando además que todo esto se logrará algún día por métodos pacíficos (lease: no violentos, que no pacíficos al estilo general, es decir, de homogeneización forzada).