viernes, septiembre 29, 2006

¡Tengamos la fiesta en paz!

Así decía mi abuela cuando eran las horas siesturnas y nosotros no teníamos la decencia de mantenernos callados y quietecitos en un rincón, jugando con las espaditas de aluminio que tanto chinchiín hacían cuando uno se lanzaba al abordaje, y claro, ningún buen capitán moriría sin un grito glorioso de caída.
(anécdota gratuita e inconexa con el tema del post)

Así me dan ganas de decirles ahora a esos; qué ganas de hacer barullo y chanchería por todas partes; qué ganas de hacerles pegar gritos a los estos por ahí, a los aquellos por allá; qué capacidad sublime de ser monótonos y seguir en la misma, todas las siestas de las eras.

así que:
¡Tengamos la fiesta en paz!

sábado, septiembre 23, 2006

¡La costa del Faro!


Algunos dicen que está muy solo; la verdad es que él tiene una rana, una palmera, una piedra y algunas flores (no sabe cuántas, nunca las contó).



PD: para todos los que se preguntaban cómo era la costa del faro, jajaja.

jueves, septiembre 21, 2006

Hoy se me ocurrió...


... que estaría re bueno que de mi ventana al almacén que hay frente a casa instaláramos un sistema de poleas con una bandejita para enviar plata. Abajo, el almacenero en cuestión tendría una pequeña catapulta con la cual me lanzaría los pedidos con precisión de general. Yo, arriba, los recebiría en un colchón.

...

Me coparía eso.


PD: Si preguntan por qué no se envían los pedidos en la cuerda con las poleas es porque no saben vivir: obviamente es más divertido tirar cosas con catapultas que arrastrarlas por cuerdas. Amargos.

martes, septiembre 19, 2006

Sin Título II

Sé que están ahí.

Me rodean, desparramados por toda la pieza. Algunos se mueven con pasos mudos, erráticos y nerviosos; otros, los menos, se quedan quietos, mirándome fijamente, temblando por una suerte de conmoción horrorosa; éstos son los peores. No abro los ojos, no me atrevo: también están en el techo.

Me quedo quieto, no quiero que me escuchen mover, que sepan que estoy despierto; no sé qué podrían hacerme si lo descubrieran. Me duelen las articulaciones, el peso de mi cuerpo me hunde en una suerte de ingravidez y, en ocasiones, me creo girando, arrastrado por fuerzas siniestras, atraído hacia ellos. Incluso llegué a pensar que aun siendo lo diminutos que son, podrían cargarme, llevarme lejos y hacerme desaparecer.

Sé que me observan, que pueden verme aun en la negrura que me rodea. Yo no, ni siquiera lo intento, mantengo los ojos apretados. Pero me los figuro, de pie, rodeándome, colgando del techo con sus enormes sonrisas tan llenas de dientes, tan luminosas, que me impiden conciliar sueño alguno.

A veces, si aguzo el oído lo suficiente, puedo oír sus risas imaginarias, imperceptibles, cómo se les escapan por los ojos como el pus que huye por la herida abierta. Sin embargo ningún sonido real irrumpe en la noche, hasta que escucho la gotera del baño. La canilla que dejé mal cerrada, esa que revisé tres veces antes de acostarme. Yo sé que en realidad fueron ellos, que se arrastraron como babosas, que se pararon unos encima de otros, que alcanzaron el lavabo, que se tomaron las manos y juntos se hicieron una mano enorme, que apretaron y luego, con precisión milimétrica, la aflojaron lo suficiente; pero prefiero pensar que no, que fui yo, que ellos no pueden llegar a tanto. Pero ahí está: tuc, tuc, risitas; tuc, tuc, risitas.

Tengo que cerrarla o volverme loco. Ellos lo saben, la abrieron para que yo me levante, para que abra los ojos y me encuentre con los suyos, con las filas interminables de dientes, con sus cabecitas todas giradas hacia mí como girasoles, como dedos que señalan en una ejecución. Aunque es cierto, sólo hace falta que mantenga los párpados bien apretados, esperar a que el sol se decida a salir y ellos se irán, yo me dormiré y todo terminará. Pero es imposible ignorar aquel tuc, tuc, a pesar de las risitas, a pesar de sus ojitos luminosos, o tal vez, precisamente: por éstos; una especie de hambre mórbida me fuerza a ello, como esos autistas que no pueden evitar martillear la pared con sus cabezas hasta que éstas hacen plop.

Por eso me rindo; abro los ojos en un arrebato de violencia y ya puedo figurarlos saltándome encima, devorándome la carne, royéndome los huesos, deleitándose con los jugos de mis ojos. Pero nada hay: con los párpados abiertos me encuentro con la desnudez del techo. Un sudor frío me ahoga los poros, el corazón bombea con fuerza y me laten las sienes. Lentamente saco los brazos de las colchas, prendo la linterna de mi reloj: nada, se han ido, todo estaba milimétricamente planeado; en el baño la canilla ya no gotea. Me levanto para asegurarme, enciendo luces y aunque no encuentro ninguna señal de su presencia, puedo maquinarme sus diminutas huellas: se fueron por el drenaje, por dónde entraron, no lo sé.
El médico dice que se llama fobia; yo les llamo marabunta
____
20/09 Ligeras correcciones, un cambio de palabras acá y allá, nda importante.

jueves, septiembre 14, 2006

No es que esté aburrido

No, no. Es que hoy tengo turno doble, y hace falta ocuparse en algo, che =D.
______________

Un día leí que cuando uno duerme, su cuerpo astral se desprende y flota por lugares extraños. Generalmente no se aleja mucho más allá de la habitación propia. Luego pensé: Si mi esqueleto también se pudiera desdoblar, al menos se podrían poner a jugar al poker o algo.

¡Un saludo desde los turnos dobles!

En serio...


... estoy intentando hacer algo nuevo... pucha.

martes, septiembre 12, 2006

Remembranzas

No se trataba de que al cruzar la puerta iba a suceder algo, sabía muy bien que una vez del otro lado todo seguiría igual, a lo sumo un ligero cambio posicional (tan sutil que no haría ninguna diferencia cómica). Pero ahí estaba, esa gigante infranqueable, ese portón quimérico, separándolo y a la vez protegiéndolo de su destino; no era la puerta el problema, no: Del otro lado lo esperaba ella.

Qué remedio, él sabía tan bien como la puerta que no cruzar era demorar algo inevitable. Pero a veces las demoras son lo único a lo que podemos llamar vida, se decía. La vida es la demora de la muerte, insistía. Así es, en efecto, es lógico que prefiera demorarme acá a cruzar ahora mismo esa puerta, se mentía.

Un traqueteo de cerámicas fue el aviso de que positivamente ella lo esperaba, y que, tal como lo había deducido, ya se empezaba a impacientar. Sabía también por experiencia que no lo esperaría para siempre, que si él seguía demorando aquello que era inevitable, ella se iría. Entonces, no sucedería nada, me habría salvado, le decía la voz de la demencia, a la vez que la voz de la cordura replicaba, Imposible, sabés muy bien que eso no va a pasar; he de admitir que tal vez las voces estaban invertidas.

Movió la mano con una lentitud insoportable, demorando inclusive la demora; apretó el picaporte con una fuerza tal, casi parecía que en su corazón, aquel objeto era lo único que lo ataba a la vida, diremos: Su Vida había creado un vínculo con la manija de la puerta, como la flor del aire se apenca a la rama del árbol, sabiéndola su salvación. Pero esa relación no podía durar. Su brazo, menos prudente o tal vez más temerario, decidió tirar de la mano quien a su vez tiró del picaporte: la puerta estaba abierta.

Así es: la puerta estaba abierta. No quedaba nada más por hacer, tras aquella pantalla de madera y clavijas esperaba ella. O tal vez debamos decir: Ella. Así, con mayúscula desafiante y amenazadora, con entonación grave y terrible, pronunciándola más bien como el canino emite su gruñido antes del ataque: Ella.

Mas todo esto no estaba en los pensamientos de nuestro amigo, no, él no pensaba en todo esto. Su mente se encontraba distante, lejana, ausente. Lo había abandonado con el propósito de salvarle la cordura, pues ninguna conciencia habría sido capaz de resistir aquel avanzar suicida al que cada una de sus fibras lo sometía.

Cruzó el umbral y cerró tras de sí la puerta. Allí estaba, sentada en la mesa, mirándolo con esos ojos indagadores, que sabían la respuesta de cada pregunta incluso antes de hacerla. Y así continuó:
-¿La trajiste?- dijo ella.

Sin responder, él bajó la mirada, tomó su mochila y la abrió. De adentro sacó su cuaderno donde tenía la libreta de calificaciones. Extendiendo la mano se la alcanzó.
-Sí, mamá.

Es un día funesto en el que debemos enfrentarnos a nuestros peores fracasos, bajo el yugo de la mirada apremiante de un juez.

sábado, septiembre 09, 2006

Julieto; Descansa en paz.

Él era un bicho simpático, de ojos profundos e inexpresivos (quienes digan que es una contradicción es porque no lo conocieron). Pasé poco tiempo a su lado, yo admito, y sin embargo, era de esos que se te meten en el corazón en un segundo o nunca. Su nombre era Julieto; branqueoso y viscoso, divertido para el que supiera divertirse y aburrido para el que no. Diré de él además que supo comprender mis silencios sin pedir nada a cambio (un trocito de carne, nada más).

Eras un buen bicho, Julieto; aunque nunca hubieses podido cargar tu pecera, te quisimos y te vamos a extrañar.

Gracias por esa cara de axolote que siempre ponías cuando alguien entraba.

sábado, septiembre 02, 2006

Mi viaje a australia

Me encontraba un buen día (jajaja) con unos amigos tomando algo en el patio de casa. Sí, es cierto que tal evento no es merecedor de mención, al menos, no por sí solo. Sin embargo sucedió lo siguiente: el sol, hasta entonces cubierto, penetró las nubes con fuerza brutal, como si aquello que hacía día a día, hoy tuviera una fuerza inusitada. A mis amigos y a mí nos pareció tal la potencia con la que nos azotaban que, de no quitarnos del medio, podrían prendernos fuego la piel. Huimos entonces, al resguardo bondadoso de mis techos de cemento, revocados y recubiertos. Allí a Manuel se le dio por mostrarse altivo y, alzando el puño hacia los cielos, espetó: “¡Ja! ¿Qué puede la naturaleza contra el ingenio del hombre?”, todos reímos y continuamos la tomada en mi cocina, que tiene convenientemente unos cómodos rincones donde apoyarse es lo más sencillo del mundo.

Fue entonces (y no antes, entiéndase) que noté un sonido sordo que golpeó a escasa distancia de mí, un sencillo “toc”. Ignorando al interesantísimo tema que me planteaba entonces Guillermo (algo entre los hermanos Rock del sur y los ogros Tug del Oeste) me dirigí al lugar del que provino el golpe: frente mío se hallaba un gorrión (chuschín, para los entendidos) deshidratado, agobiado, desesperanzado: era el retrato de la muerte en la esquina, inminente e irremediable. Podrán entender, aquellos de ustedes que sean más sensibles, la herida que me partió el corazón ahí mismo: el pobre chuschín al borde de la muerte, yo impotente ante la realidad, mi amigo hablando de los ogros Tug, el otro oyendo sin oír, pensando tal vez en alguna persona que fuera fantástica o fastidiosa (según sus ánimos), y el mundo entero, girando y girando indiferente; la verdad que la vida era en ese momento una herida absurda.

Fue entonces cuando, viendo el grifo de agua de mi cocina, la genialidad me iluminó. Como un relámpago, como un lince, di un salto preciso, tomé al gorrión y abriendo la canilla lo metí bajo el chorro, pero dominado por la emoción que me invadía no advertí la potencia del mismo, y pude observar como el agua invadía sus párpados, hinchándolos a fuerza y presión. Lo retiré casi con violencia, y ajusté el agua para que saliera como un hilillo lastimoso, arrimé al pájaro y éste estiró el pico, bebiendo con avidez (porque era un ave).

Bebió primero mucho, luego más, y por último bebió mucho más. El bicho, en mis manos, se volvía poco a poco una bolsa de agua, tragando como si llevara tres partes de su existencia sin probar gota. Mis amigos, intrigados ahora por mi actuar, se acercaron con cautela. Asomáronse por sobre mis hombros y pispearon lo que yo sostenía en mis manos.
-Va a reventar- dijo Guillermo, luego de un momento.
-No pueden tomar agua así- explicó Manuel.
Ambos sabían mucho de pájaros, así pues les hice caso, pero ya era tarde: el animal había bebido tanto que todo su cuerpo estaba henchido y deforme, y allí mismo como consecuencia de tanta mirada y examen de su cuerpecito, un chorro increíble de orina salió disparado de sus partes nobles (si es que poseen tal cosa). Sentí al principio alivio, supuse que con eso mi error se remendaría al liberar todo el líquido que había bebido. Sin embargo, escuchamos un chasquido que venía de adentro del animal, era su vejiga: había colapsado ante la presión, rompiéndose.

Con el corazón acongojado, deposité al animal dentro de la pileta. Se sentó, pues ahora su cuerpo se parecía al de un ser humano, con los miembros hinchados, con el cuello torpe y de movimientos lentos y lastimosos, incapaz de hacer esos giros espasmódicos, gritando ¡Sufro! con esos ojos que lo miraban todo con desesperación: primero a nosotros, luego al chorro enclenque de agua que aun salía del grifo.

Entonces, fue demasiado, escuchen: sacando fuerza de quién sabe dónde consiguió, tras un esfuerzo sobreavícola, arrastrarse hasta el chorro; pero nada había de glorioso en su sacrificio ya que era la fiebre de un adicto la que lo movía. Estirando como pudo el pico, empezó a sorber aquel líquido, que se me presentaba ahora horrible y monstruoso, capaz de arruinar a aquel pobre animal de esa forma, y sin embargo, no tuve la fuerza de ánimos suficiente como para cerrar la canilla: mi propia bondad había condenado al ave, y ahora la sacrificaba; y yo sin aprender.

Bebió, pero no fueron más que un par de sorbos, no aguantó mucho más, y allí mismo murió. Manuel dijo “estaba muerto aun antes de arrastrarse, el resto fue puro espasmo”. Lo miré, primero a él, luego a Guillermo, finalmente al chuschín; los miré, y tapándome el rostro, lloré.

_______

Ningún animal No-onírico fue dañado durante este relato (o sea, fue un sueño =P).
El título se agradece por colaboración desinteresada.