Un poco de tontería.
Disculpen la amargura =P
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El despertar diario es una tarea para valerosos o inconscientes. Pensar en lo que nos aguarda; esas cosas que deberemos hacer, aunque no queramos, esas cosas que no haremos, aunque querremos; esas cosas que nos pasarán y ni siquiera notaremos, y aquellas que las notaremos en el vientre, como una nausea profunda indisipable, imposible de evitar que nos suceda.
Reinventar las excusas que a diario nos decimos para seguir caminando, dando los pasos de todos los días, las tareas huecas, la rutina infinita que promete un mañana mejor, pero al fin y al cabo, siempre un mañana. Y algunos me dirán que tener un mañana es alegría suficiente; y no niego que a mí me gustaría pensar así.
Acercarse a la ventana, observar a todos aquellos que ya pasaron por este proceso, gente caminante, un albañil, un taxista, un oficinista, un estudiante: gente. Observarlos y sentir que entre ellos y uno hay mil abismos, mil distancias diferentes; vacíos impenetrables. Saberse ajeno a todos, y sin embargo... todos más ajenos que uno mismo.
Finalmente: Encontrarse con ese montículo de polvo, ese par de redondeles abultados, contorneados por una cordillera de pelo, ese pico con dos orificios, la comisura rosada de los labios, y el cansancio que lo envuelve todo, manteniéndolo junto, impidiendo que las cejas se escapen por un gesto, o los ojos crucen el umbral por el puente de algún sueño. Observarse y sentir el sinsentido que es la propia persona, el rostro nuestro. Ver todas esas cosas juntas (nariz, ojos, boca) y no entender por qué... Porque bien podrían estar en otro orden, en otro lugar, y aun seríamos nosotros mismos. Tal vez esto es lo que más desespera: Saber que aunque un cambio tan rotundo, como el tener la nariz en la frente, se diera en nosotros, aun seríamos quienes somos... Aun seríamos así; y no tiene sentido.
En invierno con un poco de agua helada alcanza, se disipan los pensamientos. Hundimos el rostro entre las manos, y el agua se filtra por todas partes. Se agradece, digo gracias, se separan las manos, respiramos profundamente, y estoy listo.
Cierro esto, abro aquello, me pongo esto otro, guardo algún libro, y ya. Abro la puerta, llamo el ascensor, saludo al guarda, me estremezco por el frío (esta parte me gusta), y mirando al cielo me doy el gusto de pensar en sus ojos una vez más, recordar qué sueño visitó esta vez exactamente, y ya. Estoy despierto, o al menos, tan despierto como puedo estar.
Reinventar las excusas que a diario nos decimos para seguir caminando, dando los pasos de todos los días, las tareas huecas, la rutina infinita que promete un mañana mejor, pero al fin y al cabo, siempre un mañana. Y algunos me dirán que tener un mañana es alegría suficiente; y no niego que a mí me gustaría pensar así.
Acercarse a la ventana, observar a todos aquellos que ya pasaron por este proceso, gente caminante, un albañil, un taxista, un oficinista, un estudiante: gente. Observarlos y sentir que entre ellos y uno hay mil abismos, mil distancias diferentes; vacíos impenetrables. Saberse ajeno a todos, y sin embargo... todos más ajenos que uno mismo.
Finalmente: Encontrarse con ese montículo de polvo, ese par de redondeles abultados, contorneados por una cordillera de pelo, ese pico con dos orificios, la comisura rosada de los labios, y el cansancio que lo envuelve todo, manteniéndolo junto, impidiendo que las cejas se escapen por un gesto, o los ojos crucen el umbral por el puente de algún sueño. Observarse y sentir el sinsentido que es la propia persona, el rostro nuestro. Ver todas esas cosas juntas (nariz, ojos, boca) y no entender por qué... Porque bien podrían estar en otro orden, en otro lugar, y aun seríamos nosotros mismos. Tal vez esto es lo que más desespera: Saber que aunque un cambio tan rotundo, como el tener la nariz en la frente, se diera en nosotros, aun seríamos quienes somos... Aun seríamos así; y no tiene sentido.
En invierno con un poco de agua helada alcanza, se disipan los pensamientos. Hundimos el rostro entre las manos, y el agua se filtra por todas partes. Se agradece, digo gracias, se separan las manos, respiramos profundamente, y estoy listo.
Cierro esto, abro aquello, me pongo esto otro, guardo algún libro, y ya. Abro la puerta, llamo el ascensor, saludo al guarda, me estremezco por el frío (esta parte me gusta), y mirando al cielo me doy el gusto de pensar en sus ojos una vez más, recordar qué sueño visitó esta vez exactamente, y ya. Estoy despierto, o al menos, tan despierto como puedo estar.