Bueno, hoy me desperté, caminé por la calle, tuve recuerdos de hace demasiados años y pensé que iba a ser un día de mierda, de esos que se nos traban en la garganta cuando queremos tragar saliba.
Pero después leí un par de cosas, y quise hacer algo e hice, y miren nada más... Cuentito después de tanto tiempo.
Admito que el cuento empieza como historia específica y después se vuelve general; le hice una corrección superflua, quizá algún día lo termine de arreglar, pero ya saben como es =P.
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Te acordás esa tarde que, mientras charlábamos de lo caro que estaba el café, pero que gracias a Dios teníamos yerba, vos me comentaste de ese librito que por algún motivo había llegado a tus manos, porque ya sabíamos desde entonces que a tu vieja no le gustaba nada que leyeras de esos libritos. Fue gracioso cómo, aunque ella estuviera en su casa, y nosotros en la nuestra, caminaste con un subertefugio tal que a mí me entró risa, risa de esa que si la intentamos contener se nos escapa por los poros y (para rematar) nos pone colorados; entonces vos te ofendiste, tiraste el librito sobre las estanterías (aunque siempre sospeché que quisiste pegarme en la cabeza) y, cruzándote de brazos, hiciste puchero y refunfuñaste un par de puteadas bien guapas. Entonces yo, como hacíamos siempre, me puse todo preocupado, estiré la mano e hice ese puente que tantas veces nos salvó de caernos, y vos, que ya sabías lo que estaba pensando, te entraste a reír también, y la verdad que el café no era tan importante porque de todas formas teníamos yerba.
Esa misma tarde, un rato después, sonó el teléfono y era tu vieja, y vos te pegaste el susto de tu vida, porque justo estabas montada en la silla buscando el librito, y nerviosa me decías Cortale, cortale, rápido, y entonces del otro lado escuchaba a tu vieja que decía una de esas frases que nos congelaban a mí y a vos. Atendías el teléfono y nos olvidábamos del librito, porque sabíamos los dos, vos de toda la vida y yo por ósmosis también, que leerlo iba a ser imposible, que el teléfono o el timbre o el recuerdo siempre iba a sonar, y que de la primera palabra (con suerte, porque sino del título) no íbamos a pasar. Inclusive, te acordás, llamamos al vecino, el pibito ese que usaba los lentes sin cristales (quién sabe por qué) para que nos leyera, porque a lo mejor así se podía, pero entonces un zumbido imposible de ignorar nos volvía sordos, y a él le entraba la tos, leía una palabra ininteligible, tosía, se resfriaba, le daba gripe, una apoplejía, caía en estado catártico y todo junto ahí mismo en menos de tres segundos y teníamos que resignarnos Andá pibe, está todo bien.
Y más a la noche, pasó como nos pasaba siempre que encontrabas de esos libritos. Nos fuimos a la cama, haciendo como quien no quiere la cosa, sin hablar del tema en todo el día. Pero no pegamos un ojo en toda la noche, aunque tampoco dábamos vueltas en la cama, por miedo a que la inercia del movimiento nos llevara indefectiblemente hasta una silla y de ahí, ya con una inexorabilidad absoluta, nos arrastrara hasta las estanterías: Y estaríamos a media madrugada, en la oscuridad plena, buscando el librito y pensando a la vez que si sonara el teléfono nos moríamos del infarto ahí mismo. Por eso nos quedábamos quietecitos, calladitos, como ratones que saben lo que les conviene porque sino…
Y al otro día, vos con maquillaje, yo con café, disimulábamos lo mejor posible las ojeras. Y del tema aun no se hablaba, porque la menor mención hubiese deparado en juramentos de amor eterno y Dale, yo lo busco y vos descolgá el teléfono, después nos vamos, al Perú o Bolivia, allá no hay drama, leemos y mi vieja no se entera. Pero sabíamos que si descolgábamos el teléfono iba a ser peor, porque lo que sonaba entonces era el timbre, o se le partía la pata a la silla o quién sabe qué cosa.
Igual, vos y yo (tal vez vos inclusive más que yo), ambos sabíamos desde el primer instante, desde ese momento en que los ojos hacen reconocimiento, aun sin que el cerebro haya interpretado, desde ese lapso, teníamos plena conciencia de que nunca íbamos a poder deleitarnos con aquella lectura, nunca íbamos a descubrir lo que decía el profeta loco, o el poeta poseso; imposible, ya lo sabíamos, pero resignarnos hubiese sido una estupidez, porque así como a nosotros nos quitaba el sueño, era seguro que a tu vieja también, que ese libro era como un tenedor debajo de su colchón de reina, y que mientras nuestros corazones (el tuyo y el mío) albergaran el más mínimo sentimiento de curiosidad, ella no iba a poder pegar un ojo (ni nosotros, pero cómo la gozábamos a la vieja).
Por eso nos entraba la risa, desde que mencionabas el librito, desde que la idea de la travesura se nos aparecía, ya la risa era incontenible, imaginarnos a tu vieja mirando la tele, sentada en el sillón gordo, y (al principio) sin saber bien por qué no podía acomodarse, hasta que, como una luz que se enciende de la nada, se le iluminaba la mente (aunque yo siempre creí que era más bien un oscurecimiento); y entonces agarrando el teléfono, llamando a cada rato, especialmente cuando más le picaba la espalda en ese lugar donde rascarse es imposible, aun con ayuda, porque el amable ofrecido jamás comprendería nuestras indicaciones y rascaría cualquier otra parte menos la tan ansiada. Y más nos reíamos (digo nos, porque sé que siempre tuvimos alguna suerte de telepatía) cuando nos la imaginábamos bañándose, y vos me mirabas, cómplice, después arrastrabas la silla hasta el escaparate y ring, ring, ring. Era un chiste, la imagen de tu vieja saliendo mojada y envuelta en una toalla como un chorizo mal armado, discando a toda prisa, primero mal porque los dedos húmedos se le resbalan en el disco, después bien, porque equivocarse dos veces no era cosa de tu vieja. O el alivio nocturno que acompañaba al insomnio insoportable, cuando, animándonos ya a cualquier cosa, nos tomábamos la mano, y con movimientos levísimos, las hacíamos reír, yo a la tuya, vos a la mía, con cosquillas imaginarias (de esas que tanto me gustan), pensando en cómo tu vieja iba a estar dando vueltas y más vueltas, levantándose a cada rato para llamarnos, pero deteniéndose a un número de distancia, una última vuelta de disco, y corta: Porque son las tres de la mañana, y no son horarios para la gente decente; además, sabíamos que no se quería enterar que yo vivía con vos, y por eso el miedo de que la atendiera a esas horas era más grande que el miedo de que…
Ahora, a veces, mientras lavo los platos, me acuerdo del librito y vos me mirás con aire severo, y yo sé que tenés razón, aun cuando la risa se te escapa por las orejas y a mí por la nariz, sé que tenés razón y que no tengo que pensar en él, que a la gente hay que darles un descanso, aunque sea en la tumba. Además, te digo, no creo que al pueblo le guste verla andando por las calles para venir a tocarnos la puerta, no al menos en su estado actual. Por eso termino dejando la idea tranquila, te hago algún comentario sobre el Perú o Bolivia y vos, con sonrisa triste, me decís que tal vez mañana, porque hoy hay que llevarle las flores y eso, y que mejor no hacerle entrar sospechas, no sea cosa que nos arruine los planes. Yo pienso un momento en eso y cierro la canilla, ya todos los platos están limpios.
Esa misma tarde, un rato después, sonó el teléfono y era tu vieja, y vos te pegaste el susto de tu vida, porque justo estabas montada en la silla buscando el librito, y nerviosa me decías Cortale, cortale, rápido, y entonces del otro lado escuchaba a tu vieja que decía una de esas frases que nos congelaban a mí y a vos. Atendías el teléfono y nos olvidábamos del librito, porque sabíamos los dos, vos de toda la vida y yo por ósmosis también, que leerlo iba a ser imposible, que el teléfono o el timbre o el recuerdo siempre iba a sonar, y que de la primera palabra (con suerte, porque sino del título) no íbamos a pasar. Inclusive, te acordás, llamamos al vecino, el pibito ese que usaba los lentes sin cristales (quién sabe por qué) para que nos leyera, porque a lo mejor así se podía, pero entonces un zumbido imposible de ignorar nos volvía sordos, y a él le entraba la tos, leía una palabra ininteligible, tosía, se resfriaba, le daba gripe, una apoplejía, caía en estado catártico y todo junto ahí mismo en menos de tres segundos y teníamos que resignarnos Andá pibe, está todo bien.
Y más a la noche, pasó como nos pasaba siempre que encontrabas de esos libritos. Nos fuimos a la cama, haciendo como quien no quiere la cosa, sin hablar del tema en todo el día. Pero no pegamos un ojo en toda la noche, aunque tampoco dábamos vueltas en la cama, por miedo a que la inercia del movimiento nos llevara indefectiblemente hasta una silla y de ahí, ya con una inexorabilidad absoluta, nos arrastrara hasta las estanterías: Y estaríamos a media madrugada, en la oscuridad plena, buscando el librito y pensando a la vez que si sonara el teléfono nos moríamos del infarto ahí mismo. Por eso nos quedábamos quietecitos, calladitos, como ratones que saben lo que les conviene porque sino…
Y al otro día, vos con maquillaje, yo con café, disimulábamos lo mejor posible las ojeras. Y del tema aun no se hablaba, porque la menor mención hubiese deparado en juramentos de amor eterno y Dale, yo lo busco y vos descolgá el teléfono, después nos vamos, al Perú o Bolivia, allá no hay drama, leemos y mi vieja no se entera. Pero sabíamos que si descolgábamos el teléfono iba a ser peor, porque lo que sonaba entonces era el timbre, o se le partía la pata a la silla o quién sabe qué cosa.
Igual, vos y yo (tal vez vos inclusive más que yo), ambos sabíamos desde el primer instante, desde ese momento en que los ojos hacen reconocimiento, aun sin que el cerebro haya interpretado, desde ese lapso, teníamos plena conciencia de que nunca íbamos a poder deleitarnos con aquella lectura, nunca íbamos a descubrir lo que decía el profeta loco, o el poeta poseso; imposible, ya lo sabíamos, pero resignarnos hubiese sido una estupidez, porque así como a nosotros nos quitaba el sueño, era seguro que a tu vieja también, que ese libro era como un tenedor debajo de su colchón de reina, y que mientras nuestros corazones (el tuyo y el mío) albergaran el más mínimo sentimiento de curiosidad, ella no iba a poder pegar un ojo (ni nosotros, pero cómo la gozábamos a la vieja).
Por eso nos entraba la risa, desde que mencionabas el librito, desde que la idea de la travesura se nos aparecía, ya la risa era incontenible, imaginarnos a tu vieja mirando la tele, sentada en el sillón gordo, y (al principio) sin saber bien por qué no podía acomodarse, hasta que, como una luz que se enciende de la nada, se le iluminaba la mente (aunque yo siempre creí que era más bien un oscurecimiento); y entonces agarrando el teléfono, llamando a cada rato, especialmente cuando más le picaba la espalda en ese lugar donde rascarse es imposible, aun con ayuda, porque el amable ofrecido jamás comprendería nuestras indicaciones y rascaría cualquier otra parte menos la tan ansiada. Y más nos reíamos (digo nos, porque sé que siempre tuvimos alguna suerte de telepatía) cuando nos la imaginábamos bañándose, y vos me mirabas, cómplice, después arrastrabas la silla hasta el escaparate y ring, ring, ring. Era un chiste, la imagen de tu vieja saliendo mojada y envuelta en una toalla como un chorizo mal armado, discando a toda prisa, primero mal porque los dedos húmedos se le resbalan en el disco, después bien, porque equivocarse dos veces no era cosa de tu vieja. O el alivio nocturno que acompañaba al insomnio insoportable, cuando, animándonos ya a cualquier cosa, nos tomábamos la mano, y con movimientos levísimos, las hacíamos reír, yo a la tuya, vos a la mía, con cosquillas imaginarias (de esas que tanto me gustan), pensando en cómo tu vieja iba a estar dando vueltas y más vueltas, levantándose a cada rato para llamarnos, pero deteniéndose a un número de distancia, una última vuelta de disco, y corta: Porque son las tres de la mañana, y no son horarios para la gente decente; además, sabíamos que no se quería enterar que yo vivía con vos, y por eso el miedo de que la atendiera a esas horas era más grande que el miedo de que…
Ahora, a veces, mientras lavo los platos, me acuerdo del librito y vos me mirás con aire severo, y yo sé que tenés razón, aun cuando la risa se te escapa por las orejas y a mí por la nariz, sé que tenés razón y que no tengo que pensar en él, que a la gente hay que darles un descanso, aunque sea en la tumba. Además, te digo, no creo que al pueblo le guste verla andando por las calles para venir a tocarnos la puerta, no al menos en su estado actual. Por eso termino dejando la idea tranquila, te hago algún comentario sobre el Perú o Bolivia y vos, con sonrisa triste, me decís que tal vez mañana, porque hoy hay que llevarle las flores y eso, y que mejor no hacerle entrar sospechas, no sea cosa que nos arruine los planes. Yo pienso un momento en eso y cierro la canilla, ya todos los platos están limpios.