El misil le dio de lleno en la cara. Pero no lo mató; en cambio cayó como una piedra y, desde su inconciencia, dirigió su caída hacia un viejo orfanato del barrio que conocía muy bien, pero había olvidado. Pero a pocos metros del suelo volvió en sí: dio un par de giros en el aire, aterrizando luego con la gracia propia de los suyos; frente a él una ventana, miró a través de ella; allí estaba aquella vieja enfermera de blancos pelos, la que se encargaba de propinar las palizas matutinas a los críos, que por no tener padres se las tenían sobradamente merecidas; no voy a describir los métodos de violencia que allí él vio, basta con decir que, aun sin haberle surgido todos aquellos incómodos recuerdos que le asaltaron, se habría sentido afectado en su corazón de todos modos y tal vez, incluso, actuara de la misma forma, aunque quizá sin tanto deleite.
Con su dedo índice tumtumbeó sobre el video de la ventana (como suelen hacernos tan molestosamente esos niños que, pareciera, les altera que nademos indistintos), la vieja se interrumpió casi inmediatamente, el mocoso, en cambio, no: siguió con los gimoteos; pero a él sólo le interesaba la vieja: cuando se supo bien atendido, clavándole las pupilas a la vieja, hizo con su dedo índice “no, no, no”, como nos hacían los padres de antes al encontrarnos macaneando. Hubo un lapso de tiempo donde: la vieja no entendía nada, el crío se aguantaba las lágrimas en un tenso suspenso y él contemplaba con ojos de fiera a la malvada enfermera.
Cayeron entonces, a escasos metros detrás de él, los restos del misil. Fue esa la señal, que le sonaron a campanas fúnebres a la enfermera, de que todo comenzaba; hundió él los dedos en los ladrillos de la pared que rodeaba la ventana y, sin perder un segundo, la arrancó de un tirón; el chiquillo se sintió entonces salvado y esbozó una sonrisota enormesísima, un poquito nomás manchada de mocos y sangre, de esas que, de tan inocentes que parecen, les perdonamos todo; tiró la ventana para algún lado y entró heroico en la pieza. En las paredes se veían un par de afiches de anatomía, de esos que de viejos nomás, todavía diagramaban el centro del sistema nervioso en el corazón. Pensando en estas cosas entró el héroe en la pieza, sin poder ocultar una amplia sonrisa de alegría, para agarrar por el cogote a la vieja aquella, exagerando un poquito la fuerza, dirían algunos; pero esos son los que no vieron la paliza que le daba al crío.
Lo gracioso, igual, es que justo fueron esos los que tuvieron razón esta vez; de tanto apretar aquel cuello de gallina, le reventó la cabeza, salpicando de sesos y sueños reprimidos paredes, crío y héroe por igual. Y ya no sintiéndose tan salvado el mocosito, que no había visto nunca otra sangre que no fuera la propia, cambió aquella sonrisota por un llanto renovado y un pataleo tal vez exagerado. No hubo demasiada reacción por parte del héroe, se sacudió la mugre del disfraz y un poco desanimado salió caminando de la enfermería; al pasar la pared derribada volteó, sin querer, otro ladrillo.
De alguna forma aquella enfermería, aquella vieja, todo aquel lugar: se veía más (mucho más) grande en su memoria; y quizá también, ligeramente más oscuro, o tal vez terrible. Así, sin saber bien por qué, desistió de la idea original de hacerle también una pequeña visita a la monja que regentaba el orfanato.
Montó vuelo y volvió a su vida de superhéroe, a su vida de surcar cielos y derrotar villanos.
Con su dedo índice tumtumbeó sobre el video de la ventana (como suelen hacernos tan molestosamente esos niños que, pareciera, les altera que nademos indistintos), la vieja se interrumpió casi inmediatamente, el mocoso, en cambio, no: siguió con los gimoteos; pero a él sólo le interesaba la vieja: cuando se supo bien atendido, clavándole las pupilas a la vieja, hizo con su dedo índice “no, no, no”, como nos hacían los padres de antes al encontrarnos macaneando. Hubo un lapso de tiempo donde: la vieja no entendía nada, el crío se aguantaba las lágrimas en un tenso suspenso y él contemplaba con ojos de fiera a la malvada enfermera.
Cayeron entonces, a escasos metros detrás de él, los restos del misil. Fue esa la señal, que le sonaron a campanas fúnebres a la enfermera, de que todo comenzaba; hundió él los dedos en los ladrillos de la pared que rodeaba la ventana y, sin perder un segundo, la arrancó de un tirón; el chiquillo se sintió entonces salvado y esbozó una sonrisota enormesísima, un poquito nomás manchada de mocos y sangre, de esas que, de tan inocentes que parecen, les perdonamos todo; tiró la ventana para algún lado y entró heroico en la pieza. En las paredes se veían un par de afiches de anatomía, de esos que de viejos nomás, todavía diagramaban el centro del sistema nervioso en el corazón. Pensando en estas cosas entró el héroe en la pieza, sin poder ocultar una amplia sonrisa de alegría, para agarrar por el cogote a la vieja aquella, exagerando un poquito la fuerza, dirían algunos; pero esos son los que no vieron la paliza que le daba al crío.
Lo gracioso, igual, es que justo fueron esos los que tuvieron razón esta vez; de tanto apretar aquel cuello de gallina, le reventó la cabeza, salpicando de sesos y sueños reprimidos paredes, crío y héroe por igual. Y ya no sintiéndose tan salvado el mocosito, que no había visto nunca otra sangre que no fuera la propia, cambió aquella sonrisota por un llanto renovado y un pataleo tal vez exagerado. No hubo demasiada reacción por parte del héroe, se sacudió la mugre del disfraz y un poco desanimado salió caminando de la enfermería; al pasar la pared derribada volteó, sin querer, otro ladrillo.
De alguna forma aquella enfermería, aquella vieja, todo aquel lugar: se veía más (mucho más) grande en su memoria; y quizá también, ligeramente más oscuro, o tal vez terrible. Así, sin saber bien por qué, desistió de la idea original de hacerle también una pequeña visita a la monja que regentaba el orfanato.
Montó vuelo y volvió a su vida de superhéroe, a su vida de surcar cielos y derrotar villanos.