martes, enero 22, 2008

Sobre un río

Cantaba a lo lejos la cigarra tan despreocupada como siempre, indiferente de nuestra realidad y los peligros que nos rodeaban. Cantaban, junto con ella, una orquesta atroz de criaturas que no conozco, de bestiecitas diminutas y mortíferas, o tal vez inmensas e inofensivas (excepto por las bocas, las miles de bocas). Y mientras meditaba en esto, fingiendo alguna distracción superior -algún grado de profundidad mental que me provocara forzosamente mirar al horizonte, cuando en realidad lo hago porque simplemente mirar al aquí, al hoy, al presente, suele ser demasiado terrible-, me di cuenta de que no sabía cómo habíamos llegado vos y yo a este lugar; se parecía tanto a una pesadilla, pero, cómo era posible que, estando con vos, viva esta alma mía una pesadilla... cómo era posible.

Y sin embargo era tan parecida tanto, que sino fuera por algunas cosas, yo diría que no fue otra cosa. Vos en tu diminuta balsita, tan al borde de caerte en esa agua espantosa, en esa agua putrefacta, infecta de bestiecitas, de animalitos, de bichitos, de mostritos. Y yo en mi diminuta balsa, también; yo también sentía esa inminencia de abismarme y dejar de ser, devorado por las alimañas. Digo yo también, y sin embargo, había en tus ojos tranquilidad y lejanía; había un no sé qué de indiferencia a la realidad terrible que nos rodeaba; y digo, yo también porque, en cambio yo, me hacía nudos de preocupación por vos y por mí. Y por si no era poco, también por las bestiecitas, tengo que admitírtelo.

Flotando sobre ese río, ese río tan río, a la buena de Dios, siguiendo la balsa mía a la tuya, sin saber bien por qué ya que era yo el que quería salir, no vos; adentrándonos cada vez más, tanto más que pronto-pronto se haría imposible volver; y a mis pies, esos pies tan grandes que no calzan en esa balsita diminuta, rodeados de pececitos bonitos de pocos colores pero muchos dientes, saltando del agua e intentando llevarse uno de mis dedos como recuerdo, pero había que impedírselos; volver los pies unos ovillos enmiedados, ovillos de pies con personalidad, la personalidad de no querer perder los dedos, para mantenerse íntegros.

Entonces no sé qué habré visto, sobre una de esas orillas húmedas de los médanos ínfimos, un algo que resplandeció y yo tenía que tener. Sospechaba que era morirme, saltar de la balsa, dejar su superficie diminuta pero segura y pasar a la otra, tal vez menos diminuta, tal vez más insegura, pero definitivamente varada, quieta, olvidada.

Pero hay cosas, ciertos destellos, que los hombres desde que son hombres, desde que recorren el mundo en dos patas y llevan en las manos huesos o piedras o lanzas o pinzas, no pueden ignorar. Y yo soy hombre.

Y di el salto, saltito en realidad, pero qué atroz, qué diferencia ahora con el barro que se me pierde entre los dedos, o los pies que se me pierden entre el barro, sin saber qué hay debajo de él, sin saber la cantidad exacta de mostritos que quieren llevarse mis deditos; enturbiando las aguas próximas, aguas pantanosas llenas de cositas, llamándolas a las cositas: acá estoy, tengo deditos para que se lleven, tengo vida para que me quiten.

Me acuerdo que te pedí, o tal vez quise hacerlo pero no me animé, que te pedí que no te fueras. Esperame, te dije. Me acuerdo, o quiero acordarme que te diste vuelta un ratito, a mirarme pensé yo, pero no, qué equivocado; te diste vuelta, sí, pero no a mirarme, sino para que yo te mirara, para que yo me supiera tu cara, tan indiferente como antes, tan indistinta de los bichitos de abajo que acababan, si te distraías, con tu persona, que acababan, si me distraía, con mi persona; pero vos impasible. Y vos querías que yo viera, que yo te supiera así: indistinta.

El problema, en realidad, fue mi balsa. Tan estúpida que sin fijarse que yo ya no iba siguió a la tuya que se alejaba por los capilares de ese río atroz. Levantaste los hombros, mientras me mirabas, diciéndome tal vez “no hay nada que hacer, ajo y agua”.

Ya no estabas. Y era cierto: qué le vamos a hacer. Olvidarte.

A vos sí, pero no al destello. Recordarlo, buscarlo, buscarlo un poquito más, encontrarlo, mirarlo, estudiarlo… agarrarlo. Tal vez debí estudiarlo un poquito más.

Había en ese médano sobre el cual bajé, algo que resplandecía de a ratitos, cuando la luz era apropiada. Algo como una perla oscura, que me llamaba. Bajé de mi balsa y me decidí a encontrarla. Con la mano desnuda intenté atraparla, se movía me parece. Al atraparla, un dolor intenso me obligó a sacudir la mano, con violencia; para qué. Las perlas oscuras, los ojos de bestiecita; tan grande como una mano, con tantos dientes, tantos colmillos purulentos, ricos en alguna proteína no muy sana, en algún tónico cerebral que alterara mi percepción pobre de por sí, nula en ese momento.

Me tambaleo, lucho un poco contra el entorpecimiento, la atrofia, y camino sobre los bordes diminutos que conectan un médano con otro. Hacia dónde camino, busco ayuda seguramente, pero sé que está lejos, que esa ayuda no va a llegar, que los venenos son más rápidos que las ayudas. Además, aunque ustedes tal vez se olvidaran de las bestiecitas del río, aunque tal vez se olvidaran de que desean fervientemente llevarse de recuerdo alguno de mis deditos, créanme que ni ellos ni yo nos olvidamos. Imposible, si a cada paso, a cada tropiezo, se relamen, se revolotean locos de placer por el inminente recuerdo, souvenir de un torpe explorador que mostrarán a sus nietos diciendo: medía tanto y pesaba tanto otro, era fiero como pocos y se movía con gran destreza, pero finalmente lo atrapé.

Dicen que el hombre desde que es hombre ha sido curioso. Y dicen también que no escarmienta a la primera sino a la tercera, pero que algunos escarmientos son tan duros que no llegamos. Dicen eso, y yo les creo.

Por ahí nomás, a pocos metros del primero, encontré otro médano solitario, con destellitos hermosos que me atraían. Qué estúpido dirán desde sus sillas, y seguramente estaré de acuerdo: qué estúpido. Tal vez fueran los tónicos cerebrales, pero yo no creo; algo mucho más fundamental en las personas, algo mucho más inexorable y natural. Pero el caso es que para allá fui, en busca de las perlitas, para buscarlas y mirarlas y estudiarlas (pero no lo suficiente) y agarrarlas. Si tan bonitas son que uno (o yo) no puede dejar de querer agarrarlas.

Perdónenme el suspenso innecesario, el detenimiento en detalles que ya se han descrito, que ya se han contado (no sólo acá, en este relato, sino mil veces más). Perdónenme si de repente me he vuelto impreciso para avanzar sobre la línea de acontecimientos; si lo hago, no es porque haya perdido el hilo, o esté ya demasiado imbécil como para pensar. No, no. Es por otra de las cosas esas tan inexorables, que llevamos tan adentro, de esas que nos arrastran a lugares incómodos: ese incontenible deseo de no aceptar lo inevitable, aun cuando fuimos artífices principales del proceso.

No quiero, basta. Mi mano se estira en busca de la perlita hermosa, negrusca y resplandeciente, pero no quiero. Si ya sabemos… mano tonta, que no aprende.

Se cierra sobre la perla, y la perla se cierra sobre mi mano, picando, mordiendo, agitándose, inyectando; destruyendo piel, carne, nervios, músculo. Qué dolor, ay ay. Qué hay en mi mano, me pregunto dando vuelta el dorso para dejar la palma descubierta. Qué sorpresa, un mostrito.

Un dolor que nace en la mano y se esparce a todo el cuerpo, especialmente hacia el alma. Un tambalearse seguro de que ya no hay tierra que ponga firmeza en este cuerpo. Una paz que me llena los pies diciéndoles que ya está, que ya no tienen que cuidar los deditos, que pueden regalarlos para recuerdo, que pueden olvidarse un poco y dormir. Una paz bonita pero triste, que me ahoga de a poquito, dulcemente, el alma.

Y cerré los ojos, dejándome llevar a las sombras tranquilas del sueño. Del sueño que se alcanza despertando. Y tal vez te recordara en ese momento, alzando los hombros y torciendo la boca, diciéndome con los ojos Ajo y agua, mala suerte. Ya fue.

Un mostro lindo

Lindo, sí, pero con un humor peculiar; la confusión de entenderlo todo demasiado bien.

Info: carbonilla

jueves, enero 17, 2008

Y por qué no Sin Título también?

Comprender finalmente una verdad superior. Comprenderla con la piel y no poder expresarla en palabras. Sentir en el corazón una paz que tampoco se diga con palabras, sino sentirla, y ya está. Tener la seguridad de que las cosas son. Amanecernos de un color y atardecernos de otro. Estar tranquilos con las sombras, los espejos y las ventanas; con las luces también. Y no pretender mucho más que una palabra amable o un gesto de corazón.

miércoles, enero 16, 2008

Sin Título VIII

Info: Carbonilla y algodoncito =9
la opción "sin título" fue uno de los mejores inventos.

jueves, enero 03, 2008

Sin Título VII


Tururin, turulado
este cuento se ha acabado.

martes, enero 01, 2008

La Ventana VIII

Una sola página =9, espero les guste, me divertí dibujándolo.

Abrazo =)