martes, diciembre 30, 2008

domingo, diciembre 21, 2008

lalala

Entré al bar para encontrar respuestas, aunque sabía que lo más seguro era que sólo me topara con problemas. Pero no importaba: ella había muerto y ellos sabían algo; eso era lo único que importaba. Pateé la puerta porque la simple idea de mi mano sobre ese picaporte me asqueaba, quizá no fuera la mejor manera de presentarme, pero definitivamente causó una impresión. Los ojos de la clientela –en apariencia habitual- se desviaron de sus tragos para estudiarme, pocos voltearon sus caras a mí, como buenos maleantes no era ésta una de sus costumbres. Qué habrán concluido tras su estudio, no lo sé, pero presentí que algunos estaban mirando lo que ellos llamarían “un hombre muerto”.

Me acerqué, primero que todo, al cantinero. A juzgar por la piel que le cubría el cráneo, era un hombre con experiencia en entrevistas personales, de esas que solemos llevar acabo las personas como yo, dispuestas a encontrar respuestas hasta en las tierras más áridas. Solamente con sentarme frente a él, quedó bien claro, “no sé nada”, me dijo con un tono poco hospitalario, que debo admitir, me ofendió ligeramente. Le mascullé alguna amenaza típica, “más te vale que empieces a saber” o quizá “no hará falta que mi amiga –mostrando culata de mi pistola- te haga recordar ¿verdad?”, y me preparé a un golpe en la nuca, era el tipo de lugar donde los de mi clase no eran bienvenidos. Y fue una buena idea prepararme, pues al momento llegó, una botella de whisky pasó volando sobre mi cabeza, la esquivé justo a tiempo. Tomé de la mesa uno de esos simpáticos vasos para tragos cortos, y se lo reventé en la cara a un matón de dos pesos, que se tambaleó hacia atrás. Prontamente unos cuantos de sus más finos amigos se abalanzaron para saldar cuentas conmigo, pero yo no tenía tiempo, tres descargas de mi buena 9mm los dejó totalmente inservibles –supuse que no andarían saldando cuentas de nuevo en la brevedad- y me volví al cantinero, “¿ya empezamos a recordar?”. A pesar de todo su cara aun era de pocos amigos –yo creía que ya para estas alturas seríamos prácticamente íntimos- pero se dignó a contestarme, “qué quieres saber” me preguntó, mientras se daba vuelta para servirme un trago.

Charlamos un poco, descubrí algunos datos importantes, y mi nuevo amigo se dispuso a servirme un tercer trago, o al menos eso pensé en mi inocencia, cuando volteó hacia mí nuevamente cargaba en las manos una de esas bonitas escopetas de doce cartuchos, con acabado de negro mate. Reaccioné a tiempo golpeando su cabeza con mi pistola, disparó al aire haciendo un desastre con las mesas vacías del local –aunque personalmente me pareció algo positivo, aquel establecimiento pedía a gritos una redecoración-.

Me acomodé la canadiense y guardé mi 9mm, miré en derredor y empecé a caminar; los quejidos de mis anfitriones eran, aparte de mis pasos, los únicos sonidos que aquella noche ofrecía. Parece que a la pobre le habían firmado la sentencia de muerte hacía tiempo, pero la ejecución se demoró; eso suele ocasionar problemas en mi oficio, rastrear quien dio la orden se vuelve más complicado y, a veces, hasta imposible. Pero el caso me había intrigado y yo estaba dispuesto a seguirlo hasta el final a cualquier precio. Además, se veía realmente bonita en la foto que había visto, y ninguna chica tan bonita puede ser muerta sin un justo castigo. Así que acá andaba yo, repartiendo nalgadas.

Me subí al auto y emprendí viaje, tras la conversación llegué a la conclusión de que mi próxima visita debía ser a un viejo empeñador que vivía entre la 38 y la 86, calles de mala muerte si las hay, y peor aun, la esquina en la que se cruzaban. Un viejo alemán de malos modales y pocas palabras, hacia él me dirigía, antes de bajar del auto me armé de mi mejor manopla, recargué la pistola, preparé unas cuentas palabras realmente duras y prendí un cigarrillo para disimular mi nerviosismo.

Cuando abrí la puerta sonó la clásica campanita que colgaba encima de ésta, era un sonido que, debo admitir, siempre me había agradado, una buena manera de hacer sentir al visitante bienvenido, un detalle que me pareció extraño para aquel establecimiento. Saludé cordialmente, rompiendo con mi manopla algunos escaparates. El viejo corrió hacia lo que supuse era el escondite de algún arma de alto poder, pues sabía de oídas que poseía quizá una Kalashnikov o una Remingtong 12/76 –no importaba, cualquiera de las dos me dejaría una bonita sonrisa para mamá cuando me retirara de la morgue- así que sin dudarlo disparé contra su pierna izquierda, la sangre pintó paredes y pisos por igual y el alemán quedó en el suelo, retorciéndose.

Sabía que el viejo era demasiado duro para hablar, sin importar mis cualidades para conversar, mi simpatía o mi ingenio, así que no pregunté nada, me acerqué y comencé a patearle las costillas, con una dedicación admirable. Escupía sangre por la boca, y también la chorreaba por la nariz, un poco entremezclada con mocos. Pero el viejo no estaba asustado, sabía que yo era un blando y no iría demasiado lejos. O al menos, eso había pensado de mí hasta aquel día. Estuvo dispuesto a conversar recién después de que le quebrara todos los dedos de la mano izquierda. Pregunté cosas típicas, quién había dado la orden, por qué, para qué, dónde estaba ahora.

El viejo hablaba ahora por todo lo que no había hablado en su vida, me decía que yo no entendía nada, que la cuestión no era tan simple, que en realidad la chica nos había embargado a todos, que era demasiado bonita para este mundo y que nosotros no la merecíamos, que había jugado y había jugado a lo grande. Hombres poderosos cayeron por culpa de ella, de sus ojos tan bonitos, de esa sonrisa tan amplia y seductora.

Lo escuché en silencio todo el tiempo y medité largamente, sentado a su lado. El viejo me miró con una sonrisa irónica, todo el rostro cubierto por un coctail de sus propios fluídos, y al final me dijo: “largo ya, chiquillo, a ver si encuentras a tu bella Wahrheit”. Y yo le hice caso, al final creo que hasta me cayó bien el alemán, así que una vez en mi auto le llamé una ambulancia y todo, mientras prendía un segundo cigarrillo, esta vez no para disimular, sino para calmarme.

Seguí mis pistas, las seguí lo mejor que pude, y a cada paso sentía encontrarme con más incógnitas que respuestas. Cada sospechoso me remitía a otro aun más difícil de conseguir, con más tiempo en las calles, con las raíces más metidas en la sucia tierra del mundo en el que solía moverme. Tenía el presentimiento de que en alguna forma, todos éramos un poco culpables del asesinato de la chica, y durante toda mi investigación, las palabras del alemán me zumbaron en los oídos, como un odioso mosquito. Era verdad: yo no entendía nada.

Al final llegué a las puertas de una vieja iglesia del barrio Negro, toqué la puerta con dos golpes… de mi granada. Voló en pedazos, dejando astillas y fuego por todas partes. Caminé entre los escombros, y me acerqué lentamente a un hombre golpeado en el suelo, la explosión lo había arrojado contra una sólida pared; parecía aun confundido cuando lo alcé por las solapas de la sotana: “viejo inmundo, habla ¡¿por qué?!”.

Pero no estaba solo y, como el trueno que anticipa la tormenta, los pasos coordinados de un tropel de monaguillos nos rodeó; luego, una violenta lluvia de balas se desplegó sobre nosotros. Salté con el cura a rastras hasta un banco cercano, y desde él combatí con los monaguillos. Tuve que hacer uso de mi bazuca, con la cual volé por los aires al menos unos quince de ellos, todos muy curtidos y prestos al combate. El humo y los trozos de banco me permitieron reubicarme en una posición más estratégica y, desde ella, acribillar una buena cantidad del resto con mi Tommy de toda la vida, un hermosa escupidora de plomo. El resto se dispersó aterrado, mi reputación me precedía.

Volví al cura y continué con las averiguaciones.

-Habla, bastardo…

-No lo comprendes, no era nada contra ella.- comenzó a explicarme, mientras tosía –Era cuestión de supervivencia, la gente que oía de ella abandonaba nuestra amada Iglesia, se marchaban para buscarla, para encontrarla...

-Eso nada tiene de malo, la gente es libre, debería poder hacer lo que quisiera.

-Tú no entiendes…

Pero no alcanzó a terminar la frase, un dolor agudo me dobló la espalda, y un estruendo familiar -el ruidoso disparo de una .38- interrumpió su discurso. Caí de espaldas, y me retorcí para observar a mi asaltante. Una segunda descarga calló para siempre al cura. Era el alemán, lo supe aun antes de caer al suelo.

-Tiene razón, aun no lo entiendes- dijo mientras caminaba hasta mi lado, se acuclillaba junto al cura y le cerraba los ojos, afectuosamente –No lo entendiste antes, y no lo entiendes aun hoy.

-Explíqueme- intenté exigir, pero un vómito de sangre volvió quizá inentendible mi intento. Aunque el alemán pareció entenderme, y prosiguió:

-La chica… nunca existió.

Se quedó callado, se puso en pié y de su abrigo sacó dos balas de revolver, reemplazó los casquillos vacíos, con un poco de dificultad a causa de su mano vendada, y volvió a hablar.

-Los hombres se enteraba de ella a oídas, y salían en su búsqueda. Se perdían. Algunos cruzaban todo el mundo persiguiéndola, encontrando pistas aquí, pistas allá, pero ningún dato concreto. Algunos hasta se recluyeron en montañas perdidas. Muy malo para los negocios, ciertamente, muy malo.

-Aun no comprendo, qué hay de mi caso, la chica muerta, las fotos, los testigos…

-Todo fue una invención. Lo fabulamos, para que así ya nadie la buscara. La chica no existe, y nosotros no queremos que exista. Pero desmentir un mito es más difícil que inventar un nuevo, y henos aquí ¿aun no lo entiendes? Nosotros te contratamos.

-imposible…- mascullé, sintiendo el amargo sabor de la certeza en mi garganta, todo lo que decía tenía sentido.

-Resígnate, chico, nadie ha visto jamás a tu querida Wahrheit, y por lo que a ti respecta, nadie la verá, estás acabado.

De nuevo, el amargo sabor en mi garganta, no de bilis, sino de la convicción de que lo que escuchaba era cierto. El tiro que me había dado golpeó mi columna, y se incrustó en mi estómago, yo era un hombre muerto con resabios de vida corriendo por mi cuerpo. El alemán se me paró al lado, y apuntó su revolver hacia mi rostro. “Ningún hombre debería desangrarse hacia su muerte” dijo, con esa sonrisa suya, esta vez limpia y clara “Debo admitir, llegaste a caerme bien”.