lunes, agosto 17, 2009

En una habitación pequeña

En una habitación pequeña, sin decorado alguno, se encuentra una silla sencilla aunque robusta, atornillada al suelo. En esta habitación hay cuatro paredes, como es usual en la arquitectura occidental, la que está delante de la silla se compone casi en su totalidad por un enorme ventanal de vidrio, detrás del cual reposan una docena y media de sillas, con una docena y media de personas sobre ellas, todas vestidas de traje, muy serias y lúgubres, de miradas oscuras y sentenciosas. Siguiendo las agujas del reloj nos encontramos con la siguiente pared, la que está a la derecha de nuestra silla central; junto a ella se haya, de pie, un hombre delgado y enjuto, con una opacidad casi obscena en los ojos, ausentes del típico brillo del ingenio humano; viste él un traje azul oscuro (bastante típico en los oficiales representantes de la ley), a su lado, en la pared, cuelgan una palanca de proporciones inusuales, y un teléfono sencillo y monótono, acorde a la decoración de la habitación. El resto, tres esquinas vacías, y dos puertas sencillas, sin pintar aunque barnizadas.
Y lamentablemente no podremos continuar con nuestro pequeño tour, porque ya se abre una de las dos puertas de la habitación, dejando entrar en ella a tres hombres, uno al frente y dos escoltas (también vestidos de azul oscuro, como el antes mencionado). No así el que guía la batuta, un hombre grande, muy grande y muy gordo, tan gordo que se podría decir, sin miedo a equivocarse, que si se vistiera de sotana parecería más bien dos gordos, uno arriba del otro (una imagen graciosa, cuando menos), que viste de gris claro. Lo acompañan los escoltas hasta la silla y lo ayudan a sentarse, a simple vista vemos que le cuesta respirar y diríase que su corazón tiene serios problemas para llevar acabo su trabajo diario; una vez sentado, con poco cuidado, le amarran las manos con unas cintas que colgaban de los brazos de la silla. El hombre gordo está listo, los escoltas de azul oscuro miran con ojos de sepultureros al hombre flaco y enjuto, y se apartan sentenciosamente del gordo, parándose respectivamente en los rincones vacíos de la habitación, detrás de la silla.
Está casi todo listo, las gentes detrás del vidrio se inquietan claramente y el aire del ambiente parece cargado de electricidad; todo está estático, quieto, apunto de estallar. La mano del hombre delgado y enjuto se alza hasta la palanca y la aferra con firmeza, dispuesta a bajarla en un instante; espera tan solo una llamada. Se ve sobre la frente de los otros dos hombres de azul oscuro pequeñas perlas de sudor que las recubren, dándoles una pobre apariencia, no lo hemos mencionado aun, pero hace mucho calor en este día. Un largo silencio que inquieta a todos y finalmente el ring del teléfono; el hombre flaco y enjuto, para no mostrarse impaciente, deja al aparato sonar un par de veces más y atiende. Casi no dice nada, un mero buenos días, sí sí, el prisionero está listo, esperamos la sentencia, bien, sí, muchas gracias, y ya corta, su piel se ve aun más pálida que antes, mira al hombre gordo con pena, quizá, son difíciles de leer esos ojitos diminutos y opacos, y luego mira, sin detenerse sobre nadie, a la multitud detrás del vidrio; y se muerde los labios, pero no por mucho.
-Imagínense algo hermoso…- les dice a todos, la multitud lo observa desconcertada, los otros dos hombres de azul oscuro se miran entre ellos –No piensen, sólo imagen- repite el hombre delgado y enjuto y, tras estudiar los rostros comprobando que todos, o al menos la mayoría, le había seguido la corriente, dijo -¿Lo ven? Ninguno de ustedes maquinó en sus mentes, como una algo hermoso, a un hombre siendo asado vivo por doscientos mil vatios en cinco segundos.
Y dicho esto, se dispuso a liberar al hombre gordo, que era, de entre todos ellos, el más desconcertado de todos, mirando, alternadamente, primero al hombre enjuto, luego a la multitud perturbada que, algunos, reían nerviosamente, otros poníanse en pie y arrancaban, quién sabe para donde –lo que sí, todos perdiendo la compostura, vergonzosamente.
-Dejémosle ir, o no ir, pero perdonemos su vida, no hay necesidad…- decía el hombre delgado y enjuto, cuando una viejita amorosa y aun más azotada por los años que el primero, dio un salto y exclamó, con la voz rasgada:
-¡Pero si ese monstruo violó a mi hija!
-¡Es cierto!- declaró la multitud, ahora, claramente, horrorizada. El hombre enjuto sopesó un momento, y comprendió finalmente que era cierto.
-Es cierto- dijo a su vez –Este hombre ha de morir, de esta o de cualquier otra forma, pero que se muere, se muere ¡y hoy mismo!

Entonces no quiso ya perder más tiempo, y llevó la mano otra vez a la palanca, la aferró y volviéndose al hombre gordo, se quedó inmóvil: la cabeza del gordo yacía gacha y abatida sobre su pecho inmóvil. Abandonó la palanca y en dos zancadas llegó hasta él, con la presteza de quien ha sido entrenado en ello llevó sus dedos índice y corazón hasta la yugular del hombre gordo, y puso cara de pensamiento profundo.
-Este hombre… -se detuvo un instante, aquel era un momento muy solemne –se nos adelantó.