Sé que están ahí.
Me rodean, desparramados por toda la pieza. Algunos se mueven con pasos mudos, erráticos y nerviosos; otros, los menos, se quedan quietos, mirándome fijamente, temblando por una suerte de conmoción horrorosa; éstos son los peores. No abro los ojos, no me atrevo: también están en el techo.
Me quedo quieto, no quiero que me escuchen mover, que sepan que estoy despierto; no sé qué podrían hacerme si lo descubrieran. Me duelen las articulaciones, el peso de mi cuerpo me hunde en una suerte de ingravidez y, en ocasiones, me creo girando, arrastrado por fuerzas siniestras, atraído hacia ellos. Incluso llegué a pensar que aun siendo lo diminutos que son, podrían cargarme, llevarme lejos y hacerme desaparecer.
Sé que me observan, que pueden verme aun en la negrura que me rodea. Yo no, ni siquiera lo intento, mantengo los ojos apretados. Pero me los figuro, de pie, rodeándome, colgando del techo con sus enormes sonrisas tan llenas de dientes, tan luminosas, que me impiden conciliar sueño alguno.
A veces, si aguzo el oído lo suficiente, puedo oír sus risas imaginarias, imperceptibles, cómo se les escapan por los ojos como el pus que huye por la herida abierta. Sin embargo ningún sonido real irrumpe en la noche, hasta que escucho la gotera del baño. La canilla que dejé mal cerrada, esa que revisé tres veces antes de acostarme. Yo sé que en realidad fueron ellos, que se arrastraron como babosas, que se pararon unos encima de otros, que alcanzaron el lavabo, que se tomaron las manos y juntos se hicieron una mano enorme, que apretaron y luego, con precisión milimétrica, la aflojaron lo suficiente; pero prefiero pensar que no, que fui yo, que ellos no pueden llegar a tanto. Pero ahí está: tuc, tuc, risitas; tuc, tuc, risitas.
Tengo que cerrarla o volverme loco. Ellos lo saben, la abrieron para que yo me levante, para que abra los ojos y me encuentre con los suyos, con las filas interminables de dientes, con sus cabecitas todas giradas hacia mí como girasoles, como dedos que señalan en una ejecución. Aunque es cierto, sólo hace falta que mantenga los párpados bien apretados, esperar a que el sol se decida a salir y ellos se irán, yo me dormiré y todo terminará. Pero es imposible ignorar aquel tuc, tuc, a pesar de las risitas, a pesar de sus ojitos luminosos, o tal vez, precisamente: por éstos; una especie de hambre mórbida me fuerza a ello, como esos autistas que no pueden evitar martillear la pared con sus cabezas hasta que éstas hacen plop.
Por eso me rindo; abro los ojos en un arrebato de violencia y ya puedo figurarlos saltándome encima, devorándome la carne, royéndome los huesos, deleitándose con los jugos de mis ojos. Pero nada hay: con los párpados abiertos me encuentro con la desnudez del techo. Un sudor frío me ahoga los poros, el corazón bombea con fuerza y me laten las sienes. Lentamente saco los brazos de las colchas, prendo la linterna de mi reloj: nada, se han ido, todo estaba milimétricamente planeado; en el baño la canilla ya no gotea. Me levanto para asegurarme, enciendo luces y aunque no encuentro ninguna señal de su presencia, puedo maquinarme sus diminutas huellas: se fueron por el drenaje, por dónde entraron, no lo sé.
El médico dice que se llama fobia; yo les llamo marabunta
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20/09 Ligeras correcciones, un cambio de palabras acá y allá, nda importante.