lunes, noviembre 27, 2006

El piano y Estefanía

El piano de Estefanía inundaba la mansión. Los acordes menores hacían temblar los ventanales, los Mayores nos sacudían el espíritu. Ella, como de costumbre, tocaba más allá de sus propias limitaciones, golpeando las teclas con la violencia de un maestro, los ojos cerrados y el ceño fruncido, casi acalambrado. Prorrumpió entonces un estruendo atroz, desbarajustando los cimientos de la casa; afuera una tormenta como pocas se había desatado. Rugía insostenible, y hasta se diría que, en un ataque de celos, Dios se valía de sus truenos y relámpagos para recordarnos que, él también, era capaz de espectáculos incomparables. Tanto así que a cada remate grave con que Estefanía nos obsequiaba, la tormenta tronaba violentamente; pero ninguno de los presentes parecía notarlo: estábamos ahí sólo por ese piano, y cuando acabara nos iríamos.
Sus manos parecían ahora garras, ahora plumas, según la melodía lo requería. Estábamos todos allí, incluido el tío Hugo; aunque creo que fui el único en notarlo. Él la miraba con esos ojos fríos que tanto miedo nos metieron siempre, salvo que ahora había algo más; diré respeto, ya que no me atrevo a llamarlo amor.
Como dije; era su piano el que nos hacía salir de nuestras habitaciones, y junto con nosotros la majestuosidad de la mansión regresaba; los grandes candelabros parecían brillar otra vez y hasta se diría que reflejaban en los pisos nuevamente lustrosos. Y quizá ustedes confundan mi discurso, y piensan que nos doy mérito a nosotros por tan increíble suceso, pero no es así: todo era debido a ella y a su piano. El tío Hugo era la mayor prueba de ello; su presencia allí, él que fue tan magnífico maestro, elevaba el prestigio de nuestra niña hasta lo casi divino.
Y sin embargo, su delgado cuerpo enfermizo, con esas piernas que ya no volverían a moverse, con su corta y frágil edad… no podía mantener ese ritmo para siempre. Prontamente notábamos cómo su aliento se agitaba, y en el rostro una expresión de dolor usurpaba el lugar a aquel brillo de genio que solía tener al tocar; nota a nota el esplendor de su nueva partitura empalidecía. Aunque quizá era esta misma fragilidad la que hacía todo aquello tan hermoso…

Era cierto que el maestro Jacques le dijo que como ella no habría dos, ni en este siglo, ni en ninguno. Pero la pequeña Estefanía jamás había podido tocar una pieza completa sin sucumbir ante el agotamiento. Esa tarde, ese Jacques le dijo que jamás podría tocar y que, de no desistir, aquello podría costarle la vida. Le dijo: lo tuyo es componer. Estefanía no lo miró, clavó sus ojos en el infinito y permitió que la guiaran a la mansión nuevamente. Allí se encerró en su habitación y lloró durante tres días. Cuando hubo pasado el quinto, la puerta se abrió. Pobrecilla, estaba famélica, con el rostro enjuto y su vestidito blanco estropeado de polvo, lágrimas, sudor y tinta negra: en su mano derecha sostenía un manojo de partituras: por eso no intervenimos. Sabíamos que Estefanía era diferente, que en ella había algo que ninguno de nosotros tubo jamás, y que jamás en ella se extinguiría, aun cuando la vida la abandonara.

Así la vimos hoy, más temprano. Desde entonces lleva tocando y aun no se agota; aunque los signos del cansancio se hacen sentir, tanto en su cuerpecito, como en la fuerza de sus acordes. Lleva tocando más de lo que nunca tocó, pero me fijé en la partitura y ni siquiera ha llegado a la mitad de la obra. Obra que ella misma compuso, aun sabiendo que jamás podrá ejecutarla.

Nunca nos ha visto. Cuando el piano acaba, todos regresamos a nuestras habitaciones húmedas, atrás de la mansión. Sus ojos, al abrirse, sólo se encuentran con el viejo y roído salón de fiestas, oscurecido por la falta de velas y limpieza. Todo enorme y solitario; la mansión de la huérfana Estefanía.

Tal vez fue la piedad por verla en tanto dolor, o quizá la envidia de saberla inimaginablemente mejor que él, pero aquella noche el tío Hugo se acercó a Estefanía, en el momento preciso en que las fuerzas la abandonaba y, con largo y frío dedo, la tocó. Allí mismo ella abrió ambos ojos y se puso en pie, aun cuando sus piernitas ya no funcionaban. Fue su espíritu el que se levantó, su cuerpo yacía caído sobre las teclas del piano, sin vida.
Estefanía miró en derredor, descubriéndonos a todos. Una sombra de espanto surcó sus ojos, pero no fue más que una leve brisa. Algunos comenzaban a marcharse, insensibles por los siglos que se apilaban en sus espíritus. El tío Hugo también, daba la vuelta y se retiraba, con el rostro indiferente y las pupilas tristes.
Volví a fijarme en la niña; pude notar por su mirada que en ese momento sentíase más fuerte que nunca: se acomodó nuevamente en el taburete y con sonrisa extraña preparó las manos para desatar la melodía… pero éstas nunca bajaron, ni en ese día, ni en ningún otro. Con sus ojos clavados en el vacío y las manos colgadas del aire, estática y ausente, me pareció oírla murmurar “¿dónde has ido?”.

jueves, noviembre 23, 2006

Confesión en tres páginas escritas a mano

la verdad que prefiero mil veces escribir asi
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Encontrarme a nada de tu piel, a un metro, menos incluso; qué sé yo. Casi sentir el calor que emana, el olor que sin querer va dejando por todas partes, tan traidoramente. Aunque estés allá, tan lejos, tan imposible, sentirte a mi lado; de nuevo; tan imposiblemente a mi lado. Quedarme mirando el vacío del aire caliente que hay entre la puerta y yo, y sabernte ahí, parada, invisible, intangible, mirándome tan odiosamente imposible, tirando olor y calor para todas partes, inaccesible e inalcanzable.
Entonces dormirme para soñarte toda la noche, despacito; pero soñarte también ajena, también distante e imposible; ¿de qué otra forma? Sólo así serías vos. Pensarlo y saberlo totalmente estúpido. Sólo tengo que estirar la mano, y ya está. Pero es mentira.

Estamos sentados en una plaza. Miramos los pájaros inadjetivablemente y nos damos cuenta entonces que vos estás sentada a mi lado y que yo estoy sentado a tu lado, echándonos calor el uno al otro, olor el uno al otro. Estás viva, te digo, y vos me ignorás, sabés que es lo mejor y yo no me ofendo ni nada. No porque no me moleste, sino porque sé que es lo mejor.

Como te digo. Nos estamos echando calor y olor en una plaza sentados mientras yo te digo que estás viva y trato de explicarte de forma que te sea imposible entender que en el fondo lo único que en ese momento me importa es estirar la mano y tocarte, aunque sea la punta de mi dedo tocando la punta de tu dedo o tu nariz. Pero, sigo tratando de que te pierdas, pero es lo último que haría porque después de tocarte ya no quedaría nada, ya sería el fin y tendría que o tenerte o matarme. Porque dos veces no se le puede decir chao a esa cosa verde azulada que llaman… ¿cómo la llaman? No importa. Esta parte no la entenderías aunque me esforzara porque lo hicieras.

Miramos inadjetivablemente los pájaros que elípticamente surcan el cielo. Los miramos con ese aire de los que en realidad tienen los ojos de adorno, pegados a la cabeza de trapo, o tal vez cocidos con hilo blanco. Pero toda vista que sigue una trayectoria elíptica inversa a la de una vista sentada a su lado, invariablemente va a encontrarse con esta otra.
Míralos tan enjutos los tórtolos que parecen amordazados por mordazas invisibles.
-Hola- te digo. Pero vos me mirás con tus ojos de peluche tan buen cocidos a tus cuencas, tan llenos de vida y profundo pensar: tal cual el ternero mira al cuchillo del matador y, si tiene oportunidad, le pega un lengüetazo al filo, sin saber bien qué hace. Así me mirabas, pero tan ternero no fuiste, no le pegaste la lamida al cuchillo, o tal vez fue que no dejé éste al alcance de tu curiosa lengua rasposa de ternero.

… una flor se prendió de tu pelo, haciéndote cosquillas, de esas que te hacen llorar, de esas que odiás tanto; de esas que siempre te provoqué yo. Y me parece que te diste cuenta porque ahí nomás encaraste para otro lado, buscando tal vez…

Al final después de tanto silencio me sonreíste, y el ruido de tus cachetes largamente quietos despegándose de tus encías rompió el silencio. El olor a estar callada salió de tu boca, y eras una ternura, un dulce tentador para comerte, mirándonos… qué ojos más bien cocidos.

Entonces nos encontramos en ese mundo que llaman Miradas. Vos y yo. Nos encontramos en el plano de los ojos, y bailamos un blus mal compuesto, unjas, un rock o algo, lo bailamos porque ahí éramos sordos y no sabíamos que eso no se baila. Bueno, yo no sabía. Vos me seguiste la corriente. Pero yo bailaba mejor que vos.

No, dos veces no. Por eso lo último que haría sería tocarte, aunque todo se viniera abajo, aunque fuera de vida o muerte; no te tocaría. Porque aun cuando sólo lo escribo, esta determinación me retuerce el alma, me estrangula y tengo que gritar que es mentira… pero no puedo porque es verdad. Dos veces decirle chao a la cosa verde azulada… nadie puede.

lunes, noviembre 20, 2006

Los fardos o Esos bichos tan raros

Ver cómo su enorme pata se desparrama sobre el suelo a cada pisada. Observarlo desde encima, sabiéndome desparramador de su pata; pata de animal de otro mundo. Mirarles ese cuello largo entre miel y arena, con su enorme garganta, imponente y poderosa y, sin embargo, tan muda; cuántas cosas callarás, animal raro.
No sé bien de qué pesadilla alucinante nos vino la idea de que podíamos montarlos; y peor aun: cómo llegamos a atrevernos a ponerles sobre los lomos nuestros fardos. Cómo es que nadie pensó que tal vez se rebelarían, que volverían a dominarnos como ataño, señores nuestros. De qué mente nació este insulto, yo no sé, pero se difundió, y ahora es igual en todas partes, allá donde estén.
Aunque es cierto que no pasó nada, que su sabiduría infinita los arrastró a la paz más bien que a la ofensa, y demostraron entereza de espíritu allá donde nosotros dimos a ver la hilacha. Qué bestias admirables son ustedes, tan lejos nos encontramos todavía.

A veces los miro, cuando los míos duermen y ustedes pretenden dormitar. Los miro, con la esperanza de que no me noten. Y creo verles los labios moverse con sutiliza infinita, casi imperceptible, pero… hay alguna sombra que no parezca cambiar en la noche. Aun así, yo los miro, me pregunto sino extrañarán vivir con las estrellas, surcando esas grandes distancias a la velocidad de los sueños, tal como hicieron alguna vez. Me pregunto si algo así puede olvidarse tan fácilmente, darle la espalda y cargar nuestros fardos.
Pero mucho no puedo cavilar, tarde o temprano uno de ustedes me nota; yo no sé cuál, pero me doy cuenta porque los labios ya no se mueven sino para soltar algún sonido gutural, y entonces maquinar no tiene sentido, hay que aceptarlo y volver a la cama.

De día son otras las cosas que se pueden notar, como esa forma tan cansada de moverse, arrastrando las patas con ritmo catártico, acarreando un agotamiento sideral, con el que se les impregna todo el ser: desde las pezuñas hasta los ojos; especialmente los ojos. Esas lagunas profundas color tristeza, prueba innegable de su sabiduría inimaginable.

Realmente ustedes me intrigan. Son gigantes entre nosotros. A su lado nos veo como niños: han viajado tanto, han visto cosas que nosotros ni siquiera soñamos… y sin embargo acarrean nuestros fardos. De qué forma el destino los condenó a esto. Yo creo que ustedes lo buscaron, intentando purgar algún pecado monstruoso.
Yo podría sentir pena por todo esto, sin embargo una última duda me muerde la conciencia: qué fardo es, y a quién pertenece, ese que tendremos que cargar para que nuestras culpas se laven.

No lo sé yo. Pero acá estoy, mirándolos, esperando que alguno se digne a hablarme y me cuente algo que me de una pista.

miércoles, noviembre 15, 2006

Feliz cumpleaños, Uzko...

... hasta vos tenés que cumplir años de vez en cuando también.



Este es él:

PD: Actualizo un miércoles y qué

lunes, noviembre 13, 2006

Sobre las nubes...

... hay una escalera, o más bien, allí termina. Caminar sobre ella requiere todas nuestras fuerzas, sin importar cuanta tengamos. Cuando ya se está por llegar, se entra en un banco de niebla, aunque a estas alturas ya es obvio que se trata de las nubes, pronto la mente lo olvida, confunde la escena con algo trágico e insoportable.


Pronto, aunque no tanto, nuestra cabeza sale a flote. Generalmente será de noche porque de lo contrario quedaríamos ciegos por el choque; esto es algo que no se debe calcular, la escalera sola medirá las distancias. Confíen.


Arriba, se saca el paquete que se ha armado cuidadosamente antes (tal vez se trate de un poco de yerba y azucar), se lo contempla una última vez con aire distante y, finalmente, se lo lanza.




Aclaración para personas de pelo largo: llevar algo con qué atarse el pelo, hay mucho viento.
Aclaración para personas en general: cualquier visión extraña que se tenga puede ser debido a la falta de oxígeno, y no necesariamente a una propiedad mágica inherente del lugar.

lunes, noviembre 06, 2006

Auque no lo crean.

Ella es fea.
Mira al mundo de reojo, un poco avergonzada. Se dice: “¿en qué estás, mundo?”, y en los ojos se le dibuja una sonrisa; nunca en los labios, demasiado tímida. Camina un poquito, midiendo cada paso, cada gesto, se sienta en su banco y ahí espera que empiece la clase; hoy le toca algún filósofo que la aburre. La aburren todos esos hombres que hablan y hablan, ninguno sabe callar, piensa ella, ninguno sabe escuchar. Luego se queda un poquito en silencio, y repite: “de verdad, ninguno sabe”, y abre su cuaderno para anotar algo.

Ahora llueve despacito, a través del vidrio ve su reflejo. A ella le gusta pensar eso, que el reflejo está a través y no sobre; le gusta creer que se va lejos mientras mira el espejo y se encuentra con su cara. Se encuentran las dos, allá lejos, ella la mira y su cara también: “qué feas somos”, le dice, y nada le quita la sonrisa de los ojos. Pero está triste; sonriente y triste.

Yo supongo que es porque no sabe que la miran, y piensan: qué fea, pero cómo me gusta. Es un él cualquiera, que espera por la clase y mira. A veces mira otras cosas, pero por lo general es sobre ella donde le gusta volcar su atención. Encontrarse con esa nariz desentonante, divertirse con algunos de los gestos que no puede encontrar en otra parte y acabar diciéndose que igual no la va a conocer porque seguro que…

Cuando vuelve a su casa, a él le gusta pasarse por una panadería cualquiera, una que siempre se cruza. Ahí adentro lo espera una chica con unos ojos increíbles. Lo espera porque él pasa más o menos a la misma hora, casi sin querer. Más allá de sus ojos, él no notó otra cosa. Pero ella lo vio un día abrirle la puerta a una señora, y quedarse pegado a la puerta porque vino un tropel de niños, señoras, señores y otros bichos más raros todavía; pero él se quedó ahí, sosteniendo la puerta, un poco con cara de tonto, y eso fue suficiente: ya no se lo pudo sacar de la cabeza.

Compra los criollos y sigue su rumbo. Ella le mete un suspiro en la bolsita, pero él jamás lo nota.

Y sigue, no son los únicos.

… pobres… pensar que están tan listos y, sin embargo, miralos.

Yo creo que igual la pasan bien.