El piano de Estefanía inundaba la mansión. Los acordes menores hacían temblar los ventanales, los Mayores nos sacudían el espíritu. Ella, como de costumbre, tocaba más allá de sus propias limitaciones, golpeando las teclas con la violencia de un maestro, los ojos cerrados y el ceño fruncido, casi acalambrado. Prorrumpió entonces un estruendo atroz, desbarajustando los cimientos de la casa; afuera una tormenta como pocas se había desatado. Rugía insostenible, y hasta se diría que, en un ataque de celos, Dios se valía de sus truenos y relámpagos para recordarnos que, él también, era capaz de espectáculos incomparables. Tanto así que a cada remate grave con que Estefanía nos obsequiaba, la tormenta tronaba violentamente; pero ninguno de los presentes parecía notarlo: estábamos ahí sólo por ese piano, y cuando acabara nos iríamos.
Sus manos parecían ahora garras, ahora plumas, según la melodía lo requería. Estábamos todos allí, incluido el tío Hugo; aunque creo que fui el único en notarlo. Él la miraba con esos ojos fríos que tanto miedo nos metieron siempre, salvo que ahora había algo más; diré respeto, ya que no me atrevo a llamarlo amor.
Como dije; era su piano el que nos hacía salir de nuestras habitaciones, y junto con nosotros la majestuosidad de la mansión regresaba; los grandes candelabros parecían brillar otra vez y hasta se diría que reflejaban en los pisos nuevamente lustrosos. Y quizá ustedes confundan mi discurso, y piensan que nos doy mérito a nosotros por tan increíble suceso, pero no es así: todo era debido a ella y a su piano. El tío Hugo era la mayor prueba de ello; su presencia allí, él que fue tan magnífico maestro, elevaba el prestigio de nuestra niña hasta lo casi divino.
Y sin embargo, su delgado cuerpo enfermizo, con esas piernas que ya no volverían a moverse, con su corta y frágil edad… no podía mantener ese ritmo para siempre. Prontamente notábamos cómo su aliento se agitaba, y en el rostro una expresión de dolor usurpaba el lugar a aquel brillo de genio que solía tener al tocar; nota a nota el esplendor de su nueva partitura empalidecía. Aunque quizá era esta misma fragilidad la que hacía todo aquello tan hermoso…
Era cierto que el maestro Jacques le dijo que como ella no habría dos, ni en este siglo, ni en ninguno. Pero la pequeña Estefanía jamás había podido tocar una pieza completa sin sucumbir ante el agotamiento. Esa tarde, ese Jacques le dijo que jamás podría tocar y que, de no desistir, aquello podría costarle la vida. Le dijo: lo tuyo es componer. Estefanía no lo miró, clavó sus ojos en el infinito y permitió que la guiaran a la mansión nuevamente. Allí se encerró en su habitación y lloró durante tres días. Cuando hubo pasado el quinto, la puerta se abrió. Pobrecilla, estaba famélica, con el rostro enjuto y su vestidito blanco estropeado de polvo, lágrimas, sudor y tinta negra: en su mano derecha sostenía un manojo de partituras: por eso no intervenimos. Sabíamos que Estefanía era diferente, que en ella había algo que ninguno de nosotros tubo jamás, y que jamás en ella se extinguiría, aun cuando la vida la abandonara.
Así la vimos hoy, más temprano. Desde entonces lleva tocando y aun no se agota; aunque los signos del cansancio se hacen sentir, tanto en su cuerpecito, como en la fuerza de sus acordes. Lleva tocando más de lo que nunca tocó, pero me fijé en la partitura y ni siquiera ha llegado a la mitad de la obra. Obra que ella misma compuso, aun sabiendo que jamás podrá ejecutarla.
Nunca nos ha visto. Cuando el piano acaba, todos regresamos a nuestras habitaciones húmedas, atrás de la mansión. Sus ojos, al abrirse, sólo se encuentran con el viejo y roído salón de fiestas, oscurecido por la falta de velas y limpieza. Todo enorme y solitario; la mansión de la huérfana Estefanía.
Tal vez fue la piedad por verla en tanto dolor, o quizá la envidia de saberla inimaginablemente mejor que él, pero aquella noche el tío Hugo se acercó a Estefanía, en el momento preciso en que las fuerzas la abandonaba y, con largo y frío dedo, la tocó. Allí mismo ella abrió ambos ojos y se puso en pie, aun cuando sus piernitas ya no funcionaban. Fue su espíritu el que se levantó, su cuerpo yacía caído sobre las teclas del piano, sin vida.
Estefanía miró en derredor, descubriéndonos a todos. Una sombra de espanto surcó sus ojos, pero no fue más que una leve brisa. Algunos comenzaban a marcharse, insensibles por los siglos que se apilaban en sus espíritus. El tío Hugo también, daba la vuelta y se retiraba, con el rostro indiferente y las pupilas tristes.
Volví a fijarme en la niña; pude notar por su mirada que en ese momento sentíase más fuerte que nunca: se acomodó nuevamente en el taburete y con sonrisa extraña preparó las manos para desatar la melodía… pero éstas nunca bajaron, ni en ese día, ni en ningún otro. Con sus ojos clavados en el vacío y las manos colgadas del aire, estática y ausente, me pareció oírla murmurar “¿dónde has ido?”.
lunes, noviembre 27, 2006
El piano y Estefanía
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4 comentarios:
Muy lindo, sobre todo las descripciones de la melodía. No me gustó la comparación -odiosa de tópica- del piano y la tormenta, ni tampoco la inconsistencia del final.
Pero muy lindo igualmente.
pues precisamente el final quizá sea lo más destacado del escrito....
hijo de una gran...
No lo lei mucho porque era muy largo (en un rato lo leo =S), pero me meti para decirle al anonimo que era "khel", no "Kadysha" la qe comento antes...
En fin, a mi el final es lo que mas me gusto (buscando emo de "estoy diciendo cualquiera si no la lei =P)
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